La
libertad es el poder dado por Dios al hombre de obrar o no obrar, de hacer esto
o aquello, de ejecutar de este modo por sí mismo acciones deliberadas. La
libertad es la característica de los actos propiamente humanos. Cuanto más se
hace el bien, más libre se va haciendo también el hombre. La libertad alcanza
su perfección cuando está ordenada a Dios, Bien supremo y Bienaventuranza
nuestra. La libertad implica también la posibilidad de elegir entre el bien y
el mal. La elección del mal es un abuso de la libertad, que conduce a la
esclavitud del pecado.
Sólo un Dios
omnipotente pudo crear un ser libre. Sin libertad no hay dignidad de la
persona. La libertad hay que entenderla como un don y una tarea. Como un “don”,
es ciertamente un don extraordinario que Dios hizo al hombre.
La libertad no
es sinónimo de “espontaneidad” (hacer lo que uno siente ganas de hacer) sino es
la característica de nuestra voluntad atraída hacia el bien. Dios nos amó tanto
que nos creo a su imagen y semejanza, nos “regalo” el mundo y todo lo que está
contenido en él. Pero también quiso que viviéramos en comunidad y amor gozando
de libertad como lo hace la Santísima Trinidad.
La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en la medida en que éstos son voluntarios; aunque tanto la imputabilidad como la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas o incluso anuladas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia soportada, el miedo, los afectos desordenados y los hábitos.
El derecho al
ejercicio de la libertad es propio de todo hombre, en cuanto resulta
inseparable de su dignidad de persona humana. Este derecho ha de ser siempre
respetado, especialmente en el campo moral y religioso, y debe ser civilmente
reconocido y tutelado, dentro de los límites del bien común y del justo orden
público.
Ante el llamado de Dios a la libertad
lo primero que debemos hacer es entender: qué es ser auténticamente libre.
Todo acto se hace con un fin, sino
hubiera una intención no actuaríamos. Para que una acción sea buena no basta
con que su objeto sea bueno, se requiere además que el fin por el que se actúa
sea bueno también. El fin puede influir de diversas maneras en la moralidad de
los actos:
- El fin bueno
puede hacer que la acción buena sea mejor. Por ejemplo: rezar, que es una
acción buena, aumenta su valor si se hace para conseguir la conversión de los
pecadores – fin bueno.
- El fin malo
hace mala una acción que podía ser buena. Por ejemplo: dar limosna – objeto
bueno – para que me vea la gente y hablen bien de mí – fin malo.
- El fin malo
aumenta la malicia de una acción mala. Por ejemplo: emborracharse –
objeto malo – para luego robar – fin malo.
- El fin bueno
nunca convierte en buena una acción mala. Por ejemplo: no se debe robar a
una persona rica para dárselo a un pobre. Nunca se debe hacer un mal para
conseguir un bien.
- No basta tener
buena intención para actuar rectamente: es necesario que lo que se hace
sea moralmente bueno. Sólo así nuestras acciones son moralmente rectas, agradan
a Dios y merecen ser premiadas.
Para eso pongamos algunas
afirmaciones básicas:
a) La libertad es
un don de Dios que nos ayuda a encontrar la mejor forma de realizarnos como
personas.
b) La libertad no
se nos ha dado para autodestruirnos o para hacer el mal.
c) “El mal es la
ausencia de todo bien debido” (Sto. Tomás). Es como un vacío.
La libertad lleva consigo la
responsabilidad. Cada uno es responsable ante Dios de lo que hace,
independientemente de lo que vea o piense la gente. Uno sabe en conciencia si
obra bien o mal, y sabe que Alguien “siempre” lo ve. Por faltar la libertad no
se es “responsable”:
*
Si hay ignorancia inculpable: cuando no se
sabía que eso estaba mal. Sin embargo hay cosas que se deben saber y sólo por
negligencia puede darse su desconocimiento; en este caso si habría
culpabilidad.
*
Cuando falta advertencia: por ejemplo
cuando se está dormido u otros le han emborrachado.
*
Si falta el consentimiento: por ejemplo
porque hay una coacción total.
Hay responsabilidad en los pecados
ajenos, en quien colabora a sabiendas en el pecado que comete otra persona actúa
mal: comete el mismo pecado que el que peca.
La cooperación al mal ajeno puede
ser de dos maneras:
a) Cooperación
formal: se colabora
voluntariamente a la mala acción. Por ejemplo, quien ayuda a otro robar. La
cooperación formal nunca es lícita, pues equivale a participar en el pecado
ajeno.
b) Cooperación
material: se colabora a la acción pero no se quiere el pecado que el otro
realiza. Por ejemplo, la señora que está en una sucursal bancaria, entran unos
ladrones y la amenazan de muerte para que les ayude a llevar el dinero hasta un
coche.
Un caso especial de responsabilidad
en los pecados ajenos es el pecado de escándalo. Escándalo es toda acción, palabra u omisión que lleva a otro a
pecar. Por ejemplo, incitar al robo o publicar artículos que llevan a pensar
mal a los demás.